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Cuando las fronteras no eran metálicas

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La valla de Melilla y sus cuchillas han dado la vuelta al mundo. Los estigmas en las manos, el desgarro de la piel, acabando ésta en ser parte del frío metal, no es el reflejo de “la necesidad de salvaguardar una estructura de Estado” ante “la inmigración ilegal”, como muchos rezan en las tertulias televisivas y, columnas de opinión de la prensa de un Régimen caduco. Es algo más: la negación del otro.

La construcción de las identidades es un campo complejo. El nacionalismo español, tal como lo conocemos ahora, se comenzó a gestar bajo el reinado de Isabel II (1833-1868). En estos momentos, la figura del historiador obtendrá una gran relevancia, en aras de indagar en las raíces de un pasado común que aunase a todos los españoles.

Se puede proponer una tesis oficialista, aupada en cierta medida por historiadores como Modesto la Fuente, Alcalá Galiano y Fernández de los Ríos –con matices–. De tal modo se sostenía que los valores de los españoles tendrían su origen en Roma, siendo el derecho romano uno de los pilares básicos sobre los que se sustenten la legislación vigente en aquel siglo. Los Godos serían la siguiente pieza sobre el tablero, envueltos en el cristianismo, fenómeno religioso que penetrará en todos los campos de la vida cotidiana, así como en las instituciones. Dicho factor se consolidó tras la llamada “Reconquista” ante la “invasión musulmana”. Los Reyes Católicos marcarán un punto de inflexión, consiguiendo la unión de todos los pueblos que habitaban en el territorio. A partir de ahí, una serie de episodios a gran escala definirían los valores de la nación española. La última gesta, la “Guerra de la Independencia” (1808-1814), en la cual, el pueblo expulsará a las tropas extranjeras, es decir, francesas. Sin lugar a dudas, lo aquí expuesto es una síntesis, sólo para que el lector se haga una idea de una corriente de pensamiento histórico al servicio de la nación.

Pueden imaginarse que la creación de un tiempo pretérito propio, es excluyente. Resultaba necesario crear entidades “invasoras” que fueran expulsadas. El otro, el ajeno, se dibujaba como el enemigo que nada tuvo que ver en la conformación cultural del conjunto del reino. A pesar de ello, a finales de siglo las investigaciones sobre el Antiguo Oriente comenzaban a aflorar en la Península y no sólo proyectando sus estudios sobre territorios lejanos, también, mostrando un enfoque interno, indagando sobre los pueblos de corte oriental que se posaron, incluso, durante siglos dentro del marco español.

El primer ejemplo de ello, nos llega a través de la firma de Bernardino Martín Mínguez –anticuario de la Real Academia de la Historia– en un artículo titulado Congreso de orientalistas, publicado en 1891 en la Revista Contemporánea. El objeto del texto consistía en presentar el Congreso Internacional de Orientalistas que, se celebraría un año después en España (al final, dicho evento no se realizó por motivos que no comentaremos en esta ocasión). El anticuario, hace mención al peso histórico que tenían los pueblos procedentes de Oriente para el territorio nacional: “España guarda en sus suelos y subsuelos riquezas de subido punto histórico que arrancan desde las tierras de Oriente. España es un campo de hermosos recuerdos, tradiciones, usos y costumbres de Asia, África y Grecia. España fue región de raza oriental antes de que recibiera el sello romano, y oriental volvió a ser en parte cuando las liviandades de Witiza abrieron el estrecho a los mahometanos”. La voz de Mínguez es conciliadora e integradora, acorde con el avance de la ciencia histórica en aquellos momentos, sobre todo en el ámbito arqueológico.

Fig. 2 Levantamiento de la tapa del sarcófago antropoide en 1887.

 

En segunda instancia, hay que hacer mención a la figura de Manuel Rodríguez de Berlanga, especialista en derecho romano. Sin embargo, sus investigaciones fueron más allá, alcanzando el orbe fenicio; las huellas orientalizantes que comenzaban a desenterrarse en el sur de Andalucía. Nuestro protagonista, a partir de una metodología muy influenciada por la corriente alemana, trabajó sobre el yacimiento de Punta de la Vaca (Cádiz). Seguramente, de dicho enclave, la foto más conocida sea la del sarcófago antropomoide, extraído de uno de los hipogeos fenicios en 1887. Los trabajos de Berlanga, realizados entre los años 1891 y 1892, salen a la luz en 1901 en la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos. El rigor científico a largo de sus informes es indiscutible. En sus conclusiones, en torno a los orígenes de España, hace mención a la posición de sus hipótesis ante las oficialistas : “Estas teorías deben ser, sin embargo refractarias, para los que, entusiasmados con la supuesta cultura con que pretenden que arribaron los vascones a la Península en siglos remotísimos, quieren que la extendieran por todo el país, por más que de ella no se conserve ni el menor rastro; y para los que, llenos del más arraigado celtismo, estiman que sus héroes, centenares de años antes que los romanos, pasaron las cumbres pirenaicas de las que descendieron difundieron a su paso por las regiones que atravesaban en la Iberia los gérmenes admirables de su poderosa civilización , hasta hoy, sin embargo, desconocida”.

Seguramente, algunos se pregunten qué tienen que ver los estudiosos aquí presentes, y el debate sobre los orígenes de una nación, con la cuestión de la valla de Melilla. Se pueden atisbar ciertas similitudes. La crueldad de los mecanismos de control de las fronteras físicas de una entidad nacional, sólo se explican ante un sentimiento de rechazo ante “el otro”. La distinción nacional es clara y, para ello, el papel de la Historia sigue siendo fundamental, en consecuencia, su uso. Citas como la de Antonio Cavanilles en su Historia General de España (1860): “Permítasenos que nos lastimemos, de que el escepticismo moderno gaste sus fuerzas en querer negar nuestras más genuinas glorias (…). Más tarde veremos poner en duda la existencia del Cid”, siguen siendo parte del nacionalismo español en el siglo XXI. Los héroes, la Reconquista, Don Pelayo y otros tantos iconos permanecen a día de hoy.

Berlanga, escéptico ante el oficialismo, en otro de sus artículos –«Los Bronces de Lascuta, Bonanza y Aljustrel»– vierte su opinión sobre la cuestión aquí tratada: “La conquista de Granada y más aún la expulsión de los moriscos del 1492 al 1610, puso término a la gran influencia civilizadora que por el largo espacio de cerca de treinta siglos habían tenido el Asia y el África en España, a la que era ya deudora de su primitiva y más importante cultura”. Es cierto que se posiciona en el extremo opuesto –y en Historia hay muchos matices– pero su voz resultaba necesaria, una voz contrastada en la investigación científica.

En los últimos tiempos se ha banalizado en demasía con la ciencia histórica. Por tanto, el uso del pasado ha sido manipulado y utilizado para crear ideas erróneas, sirviendo de fuente legítima a unas concepciones concretas. Los muros de alambre son la consecuencia de los muros del pensamiento. Si los segundos no se pueden tirar, jamás los primeros y, el que hoy gobierna cree en reconquistas y héroes épicos. Prefiere la cuchilla que optar por otro tipo de soluciones, cosas del ideario patrio